viernes, 1 de julio de 2011

Veinte de junio.




Te incluía en mis huellas dactilares, en los despertares de aquellas mañanas de primavera donde el límite de mi horizonte eras tú. Me vinculaba contigo, sentía taquicardias cada vez que te volvías preso de mi, y aún no poseer cadenas que nos entrelazasen, sentía tanto aprecio como si la distancia fuera palpable a milésimas de segundo. Maldita dulzura la tuya, la que nos dejaba pegados como pegamento, o azucar glas sobre los dedos tras deborar una almendra caramelizada. Y nunca llegaba a ser empalagoso, no llegaba a ser chocolate tan blanco como las nieves del paraíso afrodisiaco. Pero hablando en pasado, y en sustancias estupefacientes que contenía tu saliva, me quedaba líquida en un coma profundo. Ahora, no existe trenza de unión, ni las cadenas frías despiertan otro similar escalofrío. Quizás a veces mienta, sí, y quizás a veces deslice rocíos sobre los contornos entre verdosos y azul cielo, pero son específicos momentos, de recordatorio o fruto del bienestar, tampoco se tendría que dar importancia ya a la concordancia entre realidad y ficción.
Todo pasa, sucede en acto y consecuencia.
Pensaba que hacía lo correcto, no o sí, en todo caso, el arrepentirse es un pensamiento algo erróneo. Ni aquél ladrón se arrepintió en el momento del robo, ni yo en el momento de enamorarme. Pero, ¿qué es el amor si no una partida de poker en el que apuestas por una única meta? Conseguir beneficio inmediato y satisfacción pasajera. Una vez lo tienes, apuestas por otra carta.